El dulce olor del ocaso (final)
...Ahora, mientras tu hija Ainara trata
de comprender el significado de esa pregunta que tanto te gustaba
susurrar al oído de aquellas chicas, tú tendrás que tomar una decisión
importante: Tu vida, o la de tu hija.
¿Es dulce el olor del ocaso?
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En
su reloj interno había pasado una agónica eternidad desde que consiguió
calmar su estómago hasta que terminó de digerir cada palabra del
correo. Continuó con los ojos clavados en la pantalla, sin pestañear,
sin siquiera percibir el enorme cansancio de su alma envejecida ahora
por las circunstancias.
No
pensó en el hecho de que la felicidad es efímera; no tuvo tiempo para
echar la vista atrás y sopesar cuánto puede cambiar la vida en un
instante porque tuvo claro desde el primer momento que había vivido
mucho tiempo en su propia burbuja de falsa inmunidad y arrogancia.
Se
creyó superior y la realidad le cayó como una pesada losa con la que en
breve tendría que decorar su tumba o la de su hija. No había otra
elección, y lo más duro era ser consciente de ello. Su juego había
llegado al final habiendo ignorado deliberadamente la posibilidad de que
a veces también se puede perder; pero por más que lo hubiese tenido en
cuenta, nunca habría imaginado que quien podía perder no era él, sino su
familia entera.
El
sonido de un nuevo correo entrante lo volvió a sobresaltar, hasta que
comprendió que sin duda se trataría de la información que le faltaba.
Poco a poco iba asumiendo el irreversible curso de la situación.
A estas alturas ya has comprendido la gravedad de este asunto. Seré breve.
Sabes de sobra que no puedes recurrir a nadie, estás absolutamente solo en esto, como lo estuvieron todas ellas frente a tu sádica satisfacción.
Tampoco
te servirá venir hasta aquí porque ya has perdido la potestad sobre tu
templo del dolor, o como a tu mente enferma le gustase llamarlo. No
valdrá nada de lo que puedas hacer, porque la única moneda de cambio
para la vida de tu hija, es la tuya propia.
Deja
de dar vueltas y asume la responsabilidad por tu cobardía, pues no hay
juez ni verdugo para tí, sólo el arancel que debes pagar por haber
cruzado tantas veces esa frontera.
Actos y consecuencias.
No busques más actores; esta historia sólo tiene un protagonista y ese bastión en el que ahora te encierras se ha convertido en una jaula con dos salidas...
Decide ahora hasta qué punto quieres alargar tu egoísmo, y recuerda que toda cuerda acaba rompiéndose si la tensas demasiado.
Los
sentimientos en aquella tormenta inicial fueron contradictorios. De la
incredulidad del primer momento pasó a la angustia cuando tuvo la
certeza de que no se trataba de un montaje: el escenario, las imágenes,
el eco de los gritos de su hija rebotando en cuatro paredes desnudas,
como desnudo estaba su cuerpo debilitado por el frío y la humedad...
eran imágenes perfectamente calculadas para que su mente experimentase
una sensación de déjà vu que lo transportase al lugar.
Inmediatamente pudo verse a él mismo bajo aquel techo contemplando
decenas de rostros horrorizados desfilar frente a su mente siempre
insatisfecha. Sin duda era un acto de venganza, o de expiación, y sintió
vergüenza por todo lo que había causado.
Sin
embargo en su interior no había cabida para el arrepentimiento y le
invadió un odio visceral por haber traído al mundo a alguien cuya mera
existencia suponía un punto débil, una fisura en su perfecto plan de
vida. Se odió a si mismo profundamente y maldijo el amor paternal
sollozando mientras volvía a caer de rodillas.
En
el exterior de su despacho los pasillos continuaban el trasiego
cotidiano de una vida normal, ajenos a la escena que tenía lugar a sólo
unos metros. Dos mundos totalmente distintos separados por el cristal
aislante de unas ventanas tapadas y la intimidad forzosa de un jefe
inaccesible.
Fue
planteándose y desechando una a una todas las posibilidades;
recorriendo un camino que le llevaba irremediablemente hasta un único
final. Descartó llamar a emergencias. ¿Qué les iba a contar? Solo
hubiese conseguido el rescate de un cuerpo ya sin vida. El último
mensaje eliminaba cualquier posibilidad de negociación y, como había
quedado claro, acudir a ese lugar antes reservado a su macabro placer
supondría la culminación de su principal temor.
Sus
cabilaciones sobre justicia y moralidad llegaban con años de retraso.
El enorme vacío que se dibujaba frente al ventanal se le hacía pequeño
en comparación con el abismo oscuro de su interior.
Meditó
en silencio, quemando sus pulmones con profundas caladas de
desesperación, y dando vueltas a una espiral de preguntas cuya única
respuesta estaba a unos pocos pasos.
Cuántas veces había invocado a la misma muerte que ahora le plantaba una mano sobre el hombro.
Estoy solo. Siempre lo he estado, y tome la decisión que tome hoy, estaré solo.
Sus pensamientos se confundían entre la maraña de sentimientos y angustias que conformaban todo su ser.
Una vida por otra.
Una vida por muchas otras.
Mi vida por la de todas aquellas que arrebaté.
No hay redención; no hay perdón; no existe obra que restaure las consecuencias de determinados actos.
Mientras repetía cada frase susurrándola en el vacío dirigió sus pasos lentamente hasta la ventana.
No voy a pedir perdón por ser así, no puedo.
Sus
miedos quedaron liberados en el instante en que llenó sus pulmones,
deslizándose hacia la inmensidad con los ojos cerrados, y en el extremo
más remoto de su orgullo tuvo la certeza de que la culminación de su
esplendorosa existencia no podía ser de otra forma.
Y una vez más se sintió ganador, saboreando un último triunfo.
Y una vez más se sintió ganador, saboreando un último triunfo.
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