El dulce olor del ocaso

La llamada quedó resonando en su interior, reverberando en sus entrañas, como una vibración que permanece en el aire tras el repicar de una campana, transmitiéndose dolorosamente como una descarga eléctrica que le erizó el vello de toda su piel y lo sumió en una repentina desesperación.
No hubo respuesta durante varios segundos.

Ajeno; al acecho siempre, el dolor se observa desde la barrera cuando pasa de largo, y nunca se llega a palpar hasta que cae directamente sumiéndote en la oscuridad.

Alfredo se consideraba a sí mismo un emprendedor, un trabajador tenaz que se había granjeado una fortuna a base de esfuerzo, mucho sudor y... bla bla bla. Caminaba altanero, muy seguro, marcando cada paso a fuego en el suelo como la meada de un perro enorme y feroz, enseñando los dientes y haciéndose notar, esparciendo el olor del triunfo por cada rincón de sus dominios.
Los miraba a todos, sus lacayos, con una sonrisa burlona, simpático y encantador. Observaba todo con aquel gesto falso, representando un papel que conocía perfectamente y le salía de forma maquinal; un libreto tantas veces interpretado ante un escenario que no permite ensayos ni fallos. Magnífico actor.
Repetía constantemente en tono socarrón que uno realmente sabe que ha triunfado en la vida cuando todos los demás piensan que eres un auténtico hijo de puta. Sabía que lo era, y se enorgullecía de ello. Sin embargo la realidad iba mucho más allá.
Aquellos que lo trataban de tú a tú lo envidiaban; cabrón con suerte; pero los que no podían más que mirarlo desde el abismo de muchos escalones más abajo sentían un odio visceral hacia él, mezcla de celos, rencor y desprecio; un sentimiento recíproco que todos recibían como una ráfaga de disparos camuflada entre los encantos de su sonrisa.

Mucho dinero era poco para su bolsillo, pero lo que emborracha a los más grandes es el poder y la sensación de experimentarlo día a día. Sed de todo aquello que se encontraba a su alcance, que era prácticamente todo, pero una inexplicable insatisfacción que lo dejaba insaciado, deseoso de mucho más. El conformismo es para los resignados sucios. Así es como llamaba a los demás, toda la casta de piezas que hacían funcionar el engranaje de su escandalosa ostentación.

Cuando se cortó la llamada quedó mirando al llamante desconocido desvaneciéndose de la pantalla del teléfono mientras aún martilleaba el eco de aquellas palabras expresadas en un tono lineal, sin pronunciación, propio de una voz digitalizada. 
No había información alguna en el mensaje, sólo una pregunta carente de significado para cualquiera que la escuchase, salvo él.
¿Es dulce el olor del ocaso?
Un temblor le estremeció mientras seguía retumbando en su mente la frase; burlándose de él; devolviendo a su campo la pelota con una fuerza arrolladora.
Juro que alguien va a pagar por esto... pero esta vez sus propias amenazas quedaban difuminadas en el vasto espacio de una soledad que jamás había sentido tan cercana.

La piel tersa y cuidada de Alfredo contaba cuarenta y tres años; dos hijas: Noelia y Ainara, y su esposa Sandra, cuidadas con una cariñosa indiferencia y muchos dígitos, lo que compensaba y a la vez proporcionaba un amor materialmente incuestionable. Una relación satisfecha llena de besos de agradecimiento y sonrisas obedientes.
Cientos de empleados danzaban al servicio de un negocio que él controlaba desde su atalaya, sintiendo la prosperidad brotar entre sus dedos y, sobre todo, haciendo valer su condición de hombre ejemplar, escupiendo su superioridad para que otros limpiasen la saliva de un bienestar asquerosamente envidiable.

El titiritero maneja los hilos a su antojo siempre y cuando se mantengan unidos.

Habían pasado algunos minutos desde que escuchara la voz maquinal recitando inconfundiblemente la pregunta que tanto le había turbado, y seguía sin poder aclarar sus ideas, preguntándose con qué intención podrían querer importunarle. Pero la respuesta cayó como un bloque de mármol aplastando su incertidumbre cuando volvió a escuchar su teléfono, viendo parpadear en la pantalla el letrero de llamante desconocido.
Y de nuevo esa voz impersonal: ...acabas de recibir un e-mail.

Desde la mesa de su despacho podía observar a un lado el trasiego de personas que deambulaban aparentemente ocupados por los pasillos de aquella undécima planta llena de oficinas, y del otro, a través del enorme ventanal, el horizonte de edificios recortando un fondo neblinoso. En aquel momento ninguno de los dos le reconfortó, erguido sobre su silla a medio camino entre el desasosiego y el cabreo giró la vista hacia la pantalla tecleando su clave de acceso e inició el programa de correo, comprobando que en su bandeja de entrada había varios e-mails sin leer. Inmediatamente se fijó en el más reciente, sin asunto, sin destinatario, con dos archivos adjuntos... respiró hondo y lo abrió. 
Dos vídeos sin título eran el único contenido del correo. En aquel momento se dio cuenta de que estaba temblando; un presentimiento le mordía provocándole náuseas, que se transformaron en auténtico horror cuando comenzó la reproducción del primer vídeo.
El escenario era oscuro, las paredes quedaban fuera del alcance del objetivo; el suelo blanco, descuidado, cubierto de manchas oscuras y secas. La tenue iluminación solamente dejaba ver la parte central de la imagen, donde la mirada acudía de forma ineludible para contemplar una escena grotesca: sentada en una silla metálica, con cara demacrada, semidesnuda y atada de pies y manos se encontraba una chica joven aterrada, llorando de desesperación, retorciéndose en un temblor espasmódico y suplicando a alguien para que la dejase marchar.

No pudo seguir contemplando aquello e inmediatamente paró el vídeo. Volvieron las náuseas con más fuerza que antes y reprimió una arcada. Un repentino estremecimiento le invadió cuando cayó en la cuenta de que había otro vídeo en los archivos adjuntos.

Suspiró, tomó aire con el corazón desbocado y tuvo la certidumbre de que aquello no había hecho más que comenzar. Sin más vacilación abrió el siguiente archivo y ante sus ojos se presentó otra escena, mucho más espantosa que la peor de sus pesadillas: el mismo escenario, la misma iluminación débil, pero en el centro, sentada en la silla, maniatada y completamente desnuda se encontraba Ainara, su hija, con un trozo de cartón colgado del cuello tapándole el pecho en el que se podía leer una pregunta: ¿Es dulce el olor del ocaso?





Comentarios

Paula ha dicho que…
No siempre el fin justifica los medios. No se puede jugar con los sentimientos de los demás aprovechándose de la situación de poder que se obstenta.

Como siempre, muy buena narración. Espero impaciente la segunda parte. (No seas demasiado cruel con las chicas: ellas ya han pagado por formar parte de la vida de este indeseable)

(Bienvenido, por cierto)
Cris ha dicho que…
Cómo se hacía odiar...
Roberta ha dicho que…
Espero ansiosa la segunda parte, despuès harè mi valoraciòn. roberta de prestiti INPDAP
Juegos Virtuales ha dicho que…
Lo que escribes es simplemente precioso. Desde aquí te mando todso mi apoyo para que nunca dejes de escribir, porque es algo que se te da realmente bien. Enhorabuena, no todos tienen la habilidad que tu posees!!!

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