Juventud eterna
En ocasiones ocurre que se empieza a echar algo de menos nada más verlo marchar, y corres detrás intentando volver a alcanzarlo. Volver a abrazar aquello que un dia tuviste.
Pero a veces no comprendemos que hay luchas perdidas de antemano; que hay cosas que no se escapan, simplemente van delante.
Marta brilló durante muchos años con un destello que envolvía todo a su alrededor, haciendo que los rumbos se perdiesen en cada uno de los puntos que conformaban su belleza, refulgente y atronadora.
Los ecos de sus pasos resonaban alrededor como un señuelo que despertaba el deseo de todas las miradas dirigidas irremisiblemente hacia su piel, y por un momento se evadían de una realidad demasiado mundana para acoger tal esplendor.
Bonita, con una gracia especial, la sencillez de su rostro hacía de ella algo único, algo aparentemente imperecedero. Quien se detenía a mirarla se extraviaba en las descripciones porque no había una nota más alta que otra; nada que destacar sin verse obligado enfatizar en todo lo demás, y las palabras se convertían en un bucle que al final acababa sonando a estúpido balbuceo.
Pero el perdón de los dioses no está concedido siquiera a quien tiene apariencia divina, y la increíble belleza de Marta tenía fecha de caducidad, descontando minutos con el desgaste del tiempo, apagando su brillo como una bombilla cuyo filamento se va quemando por el propio calor que desprende.
Ese esplendor se extinguía lentamente pero sin detenerse, mostrando el precio que la vida se cobra por concedernos una estancia en su albergue, y susurrando al oído que el tiempo no fía ni perdona.
Sin embargo ella tenía un As escondido bajo un bisturí con el que revertir ese angustioso futuro que le aguardaba frente al espejo, y abrió su particular caja de pandora eliminando las marcas tatuadas por los años en su rostro.
Su esperanza se tornó satisfacción al ver ganada la batalla, que no la guerra, porque el elixir de la cirugía nunca otorga juventud eterna, y la decepción regresó a sus ojos con más fuerza aún, castigándola con una obsesión eterna y una inseguridad palpable en cada ápice de sí misma.
Y así se sucedieron uno tras otro los infructuosos viajes en el tiempo, destrozando la belleza de lo que hubiese sido una deslumbrante madurez, para transformarla en una vejez llena de amargura.
De la sonrisa esculpida en su rostro con los modernos cinceles del quirófano había desaparecido ya aquella mueca de realidad y alegría, como los efectos de una droga, hirientemente fugaz, dejando el rastro de su vejez maquillado con la nostalgia de ese pasado que añoraba y un presente no quería aceptar.
Y las lágrimas acabaron convirtiéndose en la única muestra de unos sentimientos reales tras la máscara de porcelana envejecida en la que había transformado aquella belleza perdida.
Pero a veces no comprendemos que hay luchas perdidas de antemano; que hay cosas que no se escapan, simplemente van delante.
Marta brilló durante muchos años con un destello que envolvía todo a su alrededor, haciendo que los rumbos se perdiesen en cada uno de los puntos que conformaban su belleza, refulgente y atronadora.
Los ecos de sus pasos resonaban alrededor como un señuelo que despertaba el deseo de todas las miradas dirigidas irremisiblemente hacia su piel, y por un momento se evadían de una realidad demasiado mundana para acoger tal esplendor.
Bonita, con una gracia especial, la sencillez de su rostro hacía de ella algo único, algo aparentemente imperecedero. Quien se detenía a mirarla se extraviaba en las descripciones porque no había una nota más alta que otra; nada que destacar sin verse obligado enfatizar en todo lo demás, y las palabras se convertían en un bucle que al final acababa sonando a estúpido balbuceo.
Pero el perdón de los dioses no está concedido siquiera a quien tiene apariencia divina, y la increíble belleza de Marta tenía fecha de caducidad, descontando minutos con el desgaste del tiempo, apagando su brillo como una bombilla cuyo filamento se va quemando por el propio calor que desprende.
Ese esplendor se extinguía lentamente pero sin detenerse, mostrando el precio que la vida se cobra por concedernos una estancia en su albergue, y susurrando al oído que el tiempo no fía ni perdona.
Sin embargo ella tenía un As escondido bajo un bisturí con el que revertir ese angustioso futuro que le aguardaba frente al espejo, y abrió su particular caja de pandora eliminando las marcas tatuadas por los años en su rostro.
Su esperanza se tornó satisfacción al ver ganada la batalla, que no la guerra, porque el elixir de la cirugía nunca otorga juventud eterna, y la decepción regresó a sus ojos con más fuerza aún, castigándola con una obsesión eterna y una inseguridad palpable en cada ápice de sí misma.
Y así se sucedieron uno tras otro los infructuosos viajes en el tiempo, destrozando la belleza de lo que hubiese sido una deslumbrante madurez, para transformarla en una vejez llena de amargura.
De la sonrisa esculpida en su rostro con los modernos cinceles del quirófano había desaparecido ya aquella mueca de realidad y alegría, como los efectos de una droga, hirientemente fugaz, dejando el rastro de su vejez maquillado con la nostalgia de ese pasado que añoraba y un presente no quería aceptar.
Y las lágrimas acabaron convirtiéndose en la única muestra de unos sentimientos reales tras la máscara de porcelana envejecida en la que había transformado aquella belleza perdida.
Comentarios
Un saludo :)
Besicos
Enhorabuena Oscar, como te dije una vez nunca dejas de sorprenderme.
Comparto lo opinión de Anónimo, las arrugas no sólo son bellas, también sabiduría.
un saludooooo
Saludos.
Besos.
Nah, tu tranqui que en tu caso con los años mejoras, como el vino :P
Un besote.