Interferencias

 No recuerdo mi nombre. Solo sé que fui enviado.

Un protocolo de última hora. Un último intento desesperado de una especie que ya hablaba de sí misma en pasado.

Me desperté a milenios luz de casa.

El planeta flotaba inerte como un cadáver en la bañera del universo.

No había océanos, pero escuchaba las olas romper en mi cabeza. Una repetición eterna. Tal vez culpa. Tal vez el eco de la Tierra que se ahogaba mientras yo despegaba.

La ciudad estaba allí. Incompleta, como si alguien la hubiera abandonado a mitad de una idea. Torres que se disolvían en el cielo, calles sin inicio ni destino. Nada parecía real, excepto la sensación punzante de estar demasiado tarde. De haber llegado cuando la esperanza ya se había enfriado.

Miles de kilómetros de casa, y aún así oía voces en los rincones.

—¿Eras tú el elegido? ¿O solo el último imbécil en pie?

El mensaje que cargaba se perdió hace ciclos. No importa ya.

Ahora lo dejo todo solo: las coordenadas, los informes, la promesa de reconstrucción.

Mi traje se oxida. Mi piel también.

He empezado a escribir en las paredes, en un idioma que no existe.

No para ser entendido. Sino para no olvidar que fui humano.

Y cada noche, mientras el cielo se dobla sobre sí mismo como un animal moribundo, siento que algo se acerca.

Algo que huele a nosotros. A ruina. A rencor.

No vine a encontrar otro lugar feliz.

Vine a recordar que nunca lo hubo.

Hoy el cielo ha sangrado. No es una metáfora: ha sangrado de verdad. Gotas densas, oscuras, han caído del firmamento como si el universo tuviera heridas que nadie ha sabido cerrar.

Al principio pensé que era una alucinación. Pero la materia viva que cubre parte del casco de mi nave empezó a contraerse, como si tuviera miedo. Eso confirmó que no estaba loco. No del todo.

He seguido los rastros hasta el corazón de la ciudad. Bajo los cimientos colapsados, hay algo palpitando. No soy idiota: sé que no debo acercarme. Pero la soledad afila la curiosidad como un cuchillo.

Lo encontré. No puedo describirlo, pero diré esto: no estaba muerto. Y tampoco vivo. Era... un eco que se niega a desaparecer. Parecía conocerme. Hablaba sin boca. Usaba mis propios recuerdos para comunicarse. Mi primer miedo. Mi primer amor. Mi última mentira.

—No buscas un hogar, dijo. Buscas una tumba que te parezca familiar.

Quise responderle, gritarle, negar. Pero no pude. Porque tenía razón.

Estoy empezando a entender la misión. No era encontrar otro planeta. Era enfrentarse al monstruo que dejamos atrás, y que ahora vive en nosotros.

Quizás el siguiente paso no sea sobrevivir, sino aceptar que no merecíamos hacerlo.

He vuelto al lugar donde sangró el cielo. El suelo aún está caliente, como si latiera al ritmo de un corazón que no quiere morir. Y he comprendido algo más. Este planeta no fue descubierto. Fue construido.

Cada rincón de esta ciudad es un espejo. Distorsionado, sí, pero fiel. Aquí están nuestras cúpulas rotas, nuestras torres de arrogancia, nuestras plazas donde una vez soñamos con utopías que nunca supimos sostener. Esta ciudad... es una réplica de todas las ciudades que dejamos atrás. Como si el universo hubiese hecho un molde de nuestras ruinas para devolvérnoslas.

¿Y si el planeta no espera que lo colonice, sino que lo confiese?

He comenzado a hablar en voz alta. A contarle lo que hicimos. Lo que no hicimos. Las veces que miramos hacia otro lado. Las veces que vendimos el alma por confort. El planeta escucha. O eso quiero creer.

Cada confesión arranca algo de mi pecho, como si con cada verdad arrojada a la atmósfera, una capa de óxido se desprendiera de mis huesos.

Hoy he dicho mi nombre. Por fin. En voz baja. Como una oración o una despedida.

Y el planeta ha respondido: no con palabras, sino con luz. Una grieta se ha abierto en el cielo. Dentro, no hay estrellas. Hay memoria.

Quizás… si me lanzo, no muera. Quizás… si me lanzo, recuerde por fin por qué vine.

El salto no fue físico. No hay suelo que lo reciba, ni cielo que lo recoja. Me lancé y simplemente... cambié de estado. Me convertí en algo que ya no pesa, que ya no teme.

No estoy en el planeta. Soy parte de él. O quizás, siempre lo fui.

La ciudad me habla ahora con mi propia voz, pero más clara, más limpia. Cada rincón resuena como un recuerdo que nunca tuve, pero que, de algún modo, siempre estuvo ahí. Entiendo ahora que este lugar no es materia: es conciencia. Un depósito de todo lo que una civilización no quiso mirar a los ojos.

Somos tantos aquí. No con cuerpos. No con nombres. Pero existimos, latiendo entre las ruinas. No condenados, sino suspendidos en una espera lúcida. Cada uno enfrentando el espejo que se negó a ver en vida.

La misión no era colonizar. Era regresar a casa. Y admitir que esa casa ya no estaba en ningún planeta, sino en lo que dejamos roto en nosotros.

Ahora lo entiendo: no busco redención. Busco asumir la culpa hasta que deje de doler. Y entonces, quizás, solo quizás… podamos construir algo nuevo. No con ladrillos. Con verdad.

Y si eso no basta, al menos esta ciudad seguirá existiendo.

Como advertencia. Como tumba. O como semilla.

Hoy, por primera vez, he visto algo diferente: una figura. No la reconocí al principio. Caminaba entre los escombros como si también hubiese llegado aquí tras un viaje imposible. Pero no tenía forma. Era… una idea envuelta en luz.

Se acercó, no caminando, sino deslizándose por lo que queda de mí. Se detuvo frente a mí y dijo algo:

—¿Crees que este es el lugar que esperabas?

La voz no era ajena. Era la mía. Era todas las voces que callé. Todas las decisiones que tomamos como especie creyendo que merecíamos más.

Durante generaciones, nos repetimos el mito de una tierra pura, de un futuro perfecto. Un destino reservado para los valientes, los creyentes, los que sobrevivieran a todo. La tierra prometida... como si el universo nos debiera algo.

Pero ahora sé la verdad: no existe esa recompensa. Nunca existió. Porque no hay promesa más peligrosa que la que uno se hace sin merecerla.

Y aún así… aún así, algo en esta ciudad me dice que todavía puede haber un principio. No para nosotros, tal vez. Pero sí para quienes vengan después, si algún día aprenden a escuchar.

Así que dejo esta última transmisión grabada en la médula del planeta. Una advertencia. Un testamento. Un lamento.

O quizás… un mapa.

El último vestigio de un intento fallido de redención.

Y si alguien lo escucha… que no busque un paraíso oculto.

Que lo construya.

Comentarios

Más leídas

El cementerio de la nostalgia

Horizonte ambarino

Ojos tristes