Lucía, la niña de los inviernos largos
Antes de este, deberías leer La pequeña Laila
Lucía caminaba como quien carga un secreto en los bolsillos, uno que a veces pesaba tanto que sus hombros se curvaban hacia adelante, pero otras, la hacía erguirse como si sostuviera el cielo entero con sus manos. Era una chica buena, de esas que sonríen a desconocidos y ofrecen sus últimos ahorros a quien lo necesita, pero en el fondo, su bondad no era simple; era una trinchera que había levantado contra sus propios miedos.
Había crecido en una casa donde el amor era como el sol en invierno: tímido, esquivo, pero siempre anhelado. Aprendió temprano a buscar refugios en los rincones que otros no veían. De niña, cuando las discusiones de sus padres llenaban las paredes de palabras afiladas, ella se escondía en el armario, rodeada de abrigos que olían a humedad y nostalgia, imaginando que estaba en un bosque donde nadie podía encontrarla. Quizá por eso, ya de adulta, prefería lugares pequeños y cálidos: cafeterías con lámparas amarillas, esquinas de bibliotecas, o el regazo de quien supiera abrazarla sin romperla.
Allí, en aquella cafetería donde el murmullo del café, el tintineo de cucharillas y el olor del pan tostado hacían de aquel lugar un remanso de paz para quienes cargaban tempestades, aquel lugar al que iba para leer y convertirse en la protagonista aleatoria de aquellos párrafos, fue donde sin saberlo y sin conocer las vicisitudes de destinos que se entrecruzan y toman sendas opuestas, conoció a Laila, “la pequeña Laila”, aunque en aquel momento no sabía su nombre. Allí, en ese pequeño y acogedor refugio que servía de escapatoria, sus miradas se encontraron sin saberse víctimas de distintas tribulaciones.
No volverían a verse jamás.
Allí Lucía sonrió al verla porque era intrínseco en ella transmitir ese destelló de bondad y esperanza que marcaba sus pasos. Laila, que jugaba con un sobre arrugado entre los dedos, un gesto mecánico que parecía ocultar un mundo que nadie podía descifrar, frunció levemente el ceño con la extrañeza de quien no conoce la simpatía gratuita, mientras Lucía se preguntaba qué la habría traído aquí, qué tormenta escondía su mirada. Pero no dijo nada; sonrió porque, a veces, eso era todo lo que podía ofrecer.
Lucía era buena porque conocía la fragilidad del mundo. Había aprendido que un "¿cómo estás?" podía ser un salvavidas, que un gesto pequeño era capaz de calar profundo en quienes navegaban sus propios inviernos. Pero en las noches, cuando estaba sola, a veces miraba al techo y se preguntaba: ¿y quién me salva a mí?
Lucía no sabía si estaba viviendo la vida que quería o la que otros esperaban de ella. Le gustaban los colores suaves, pero su habitación estaba pintada de blanco porque "es lo que queda bien". Quería ser escritora, pero estudiaba derecho porque su madre decía que las palabras no alimentaban. Sin embargo, había noches en las que, bajo el tenue halo de una lámpara vieja, llenaba hojas y hojas con relatos sobre personajes que siempre encontraban su camino, como si con cada palabra tejiera un destino que aún no se atrevía a reclamar.
Al día siguiente releía, con la resaca de todas sus vivencias ficticias y sonreía con la resignación de quien come un caramelo que se deshace demasiado pronto.
Se preguntaba si era suficiente. Si su bondad, su sonrisa, su forma de mirar al mundo con ojos llenos de esperanza, bastaban para contrarrestar las veces que había fallado. Porque sí, Lucía había cometido errores, y aunque nadie parecía recordarlos, a ella le pesaban como piedras en los bolsillos. Había dicho palabras duras a una amiga que la necesitaba, su única amiga, y luego tardó años en disculparse, cuando ya era demasiado tarde para curar heridas y aquella puerta se había cerrado. Había amado a quien no debía, y en ese amor olvidó amarse a sí misma. Había nadado en la soledad y el egoísmo durante muchos inviernos, sin ser consciente de que el reloj no gira en sentido inverso.
Pero esos errores eran parte de lo que la hacía hermosa, porque, como el vidrio roto que refracta la luz, sus fallas le daban un brillo que no tendría si fuera perfecta. Sus fallos la hacían humana y no emborronaron nunca un corazón que en el fondo era bondadoso.
Lucía era buena con las palabras, y también con los silencios. Sabía escuchar, no solo lo que se decía, sino lo que quedaba atrapado entre los dientes. Una vez, en la universidad, vio a un chico sentado solo, con los ojos rojos y las manos temblorosas. No lo conocía, pero se sentó a su lado, le ofreció un café y simplemente dijo: "Aquí estoy". Ese chico la miró, asintió y percibió algo en su sonrisa que no supo explicar. Años más tarde se puso en contacto con ella, agradeciéndole por haberlo salvado en un día en que pensaba rendirse. Pero eso quedó entre ella, la vergüenza de aquel chico y el frío banco donde le insufló la brizna de aliento que lo salvó de una decisión terrible.
En su soledad podría haber recorrido caminos pedregosos, sin guía ni destino, y haber acabado como la pobre Laila, pero a veces la vida es una contradicción constante.
Lucia nunca supo que la carta que arrugaba Laila entre sus manos eran las últimas palabras que había escrito; tal vez una última oportunidad de redención, y que nunca tuvo el valor de enviar. Tampoco supo que la sonrisa que le regaló en la cafetería estuvo apunto de animar a Laila a levantarse y aferrarse a una amistad que se le ofrecía en bandeja, como un salvavidas justo antes de llegar a las corrientes afiladas donde no hay vuelta atrás, pero le faltó valor y confianza en la bondad altruista de una desconocida en la mesa de enfrente.
Su mayor acierto, quizá, era que siempre intentaba. Aunque la vida le diera razones para encerrarse en su caparazón, ella seguía abriendo la puerta al mundo, tímidamente al principio, pero con pasos más firmes cada día.
En su vulnerabilidad, Lucía era una fuerza imparable. Porque ser vulnerable no es sinónimo de debilidad, sino de apertura. Y quienes se atreven a abrirse al mundo terminan llenándolo de luz.
Un tiempo después vio una noticia descorazonadora y reconoció en la foto aquella mirada con ceño fruncido de la cafetería, y sin pensarlo fue a comprar dos flores para dejarlas en la cuneta donde habían encontrado el cuerpo de Laila, una por la propia Laila y la otra por la promesa de dar siempre una oportunidad a la redención, y la convicción de escribir un relato con la historia de una mujer que se rindió porque no supo encontrar el camino hacia esa oportunidad, y decidió ponerle el título de “La pequeña Laila”.
Lucía no era perfecta, pero quizá por eso llenaba el corazón de quienes la miraban. Su bondad era un acto de valentía, su fragilidad un recordatorio de que todos tenemos nuestras batallas, y su sonrisa, una promesa de que el futuro siempre guarda algo bueno, aunque no podamos verlo aún.
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