Secuelas

Se decía que no sentía nada, que no padecía. El coste de su extraordinaria particularidad era lo que más le pesaba, aunque nunca pudo expresar sentimientos que reflejaran frustración, enfado o tristeza, porque precisamente esa era la característica que lo distinguía de los demás.

Desde un principio supo que alguna pieza de su engranaje había dejado de funcionar correctamente, no hacía falta que nadie se lo dijese, era obvio en el dibujo de las caras ajenas ante ciertas situaciones que algo no iba bien.
Apenas habían pasado unos días desde la euforia inicial, la rutina volvía casi como si no hubiese pasado nada, porque la suerte, la causalidad o los milagros se manifiestan de formas similares y ya cada cual decide, y su vida continuaba tras haberse interrumpido bruscamente durante unos trágicos instantes que marcarían el resto de su existencia.

“Ha sido un ictus”, le habían dicho sin suavizar lo más mínimo la noticia cuando descartaron cualquier riesgo posterior y cerciorarse de que “afortunadamente” no han quedado secuelas. Milagrosamente las circunstancias quisieron que pudiese ser atendido de forma casi inmediata y la determinación de los servicios de emergencias hicieron el resto.
Durante los días que siguieron meditó mucho sobre la metafísica de su curación, dándole vueltas al significado de casualidad y causalidad, cuya relación posibilitó que él estuviese ahí, en reposo obligado y pudiendo discernir la diferencia entre ambos conceptos.

La palabra ictus implicaba muchas cosas, y todas ellas malas, pero en su caso parecía que había pasado como un visitante que saluda sin más, tal vez posponiendo la cita para más adelante, una visita indeseada y temida. Pero le habían dicho que con unas directrices a seguir lo podría evitar. Un vago consuelo.

Tres días después la burbuja en la que fue recluido para evitar sobresaltos estalló para devolverle a la realidad. Una muerte cercana, instantes de conmoción y tras ello una profunda tristeza alrededor. Todo como desgraciadamente debía ser, salvo por el extraño detalle de que él no sentía nada, era como si fuese un día más, sin novedad alguna. Mientras todos se compadecían, él se veía extrañamente normal, fuera del contexto en que las normas sociales le decían que debía estar.
Fue muy extraño experimentar esa sensación de vacío, de falta de “algo” que debería haber estado ahí, y fue más extraño aún desear sentir ese “algo” que se le escapaba de las manos. Esa urgencia de querer que pase el tiempo para que el desgaste de los días alivie el dolor fue para él muy distinta, quería que todos volviesen poco a poco al estado de normalidad que él no había abandonado en ningún momento.

Tras aquella fueron muchas más las situaciones incómodas por estar fuera de lugar cuando algún hecho irrumpía en la rutina y trastocaba las emociones. Su semblante siempre era el mismo, imperturbable e hiriente, porque la empatía es un consuelo de grupo, y la falta de ésta puede ser causa de exclusión.

Más tarde llegaron los reproches. Nadie comprendía su falta de sensibilidad ante las cosas que pasaban, y empezó a cargar con una etiqueta que le tildaba de egoísta, pues quien sólo piensa en sí mismo no siente nada por los demás. Y tras ello, poco a poco la soledad.

Nunca supo explicar qué había cambiado ni las razones, aunque sabía por sí mismo y por lo que le decían que hubo un tiempo en que se podría decir que era mejor persona.

¿Mejor por qué? ¿Ser parte de la sociedad implica necesariamente sentir y llorar por lo mismo que los demás?
A medida que pasaba el tiempo hablaba más consigo mismo porque no tenía con quien, notaba la incomodidad de los demás con su presencia. “Tal vez piensen que me ha abandonado mi alma”. Un hombre sin sentimientos que expresar no tiene prácticamente nada que aportar a una sociedad normal, ese era el triste pensamiento que paradójicamente él no percibía como triste, pero sí como extraño.

El hecho de que todos se sintiesen incómodos con su presencia no implicaba que hubieran dejado de quererle o apreciarle, pero se lamentaban de su falta de empatía, excluyéndolo más por inercia que por convicción. Era como un juguete que funcionaba mal y con el tiempo todos se habían acostumbrado, por lo que nadie se molestó nunca en tratar de arreglarlo, al principio por incomprensión, después por apatía. Mientras él era incapaz siquiera de admitir el hecho evidente de que las situaciones que provocaban un mínimo sentimiento negativo lo dejaban indiferente.

Poco a poco se fue aproximando a la realidad de su vida.
¿Por qué soy incapaz de sentir tristeza? Esa pregunta había quedado escondida muy profunda quizá por la incertidumbre de que no hubiese una respuesta satisfactoria, o ésta condujese a consecuencias trágicas. Así que cuando finalmente se la planteó pudo constatar dos cosas, que por fin afrontaba su problema, y que había algo que sí podía sentir: miedo.

Realmente el abanico de sentimientos era más amplio, aunque entendía el humor, reía, se divertía, se emocionaba, y deseaba, todo se manifestaba en menor medida según podía observar. A veces imaginaba una escala cuando se encontraba ante determinadas situaciones con otras personas, y a través de la observación llegó a la conclusión de que las emociones positivas las experimentaba con más intensidad, mientras las negativas afloraban de forma superficial, salvo la tristeza, que había desaparecido para siempre. Ni siquiera podía recordar si alguna vez había sentido ese pesar que observaba en los demás.

La respuesta la obtuvo de manos de quienes tiempo atrás le habían dado cuerda a su existencia. Después de algunas pruebas le confirmaron que el ictus no había pasado de largo como pensaron en su momento. El motivo del cambio que tanto le habían reprochado no fue la fuga de su alma, sino algo puramente físico. Explicado para que pudiese entenderlo, una pequeña pero gran secuela que en su momento no habían percibido, que dañó partes de su cerebro que al parecer servían para que pudiese llorar y desahogarse en momentos de angustia.

No había suerte en aquella vicisitud del destino, no lo consideraba así a pesar de que todos le dijesen que era mucho mejor no tener que pasar por ningún mal trago el resto de su vida.
No quería eso, ahora más que nunca necesitaba sentir, deseaba ser como antes, y el único sentimiento que sí afloraba en toda su amplitud se fue abriendo camino. Empezó a experimentar miedo. Miedo a que no fuese capaz de sentir el suficiente apego como para entristecerse por pérdidas futuras. Miedo a que nadie sintiese tristeza por él. Miedo en definitiva al aislamiento y la soledad.
Todos tememos a la soledad y cualquier camino que pueda llevar a ella nos aterra.

Se hundió lentamente en sus temores, y no consiguió salir a flote porque contrarrestar el miedo requería optimismo, esperanza, humor y cualquier otra emoción positiva. Pero comparado con éstas, el miedo sobresalía con creces enterrándolas en lo más profundo.

Al final acabó deseando que volviese a sufrir aquel incidente, pero con la suficiente intensidad como para acabar lo que había quedado a medias, y se dio cuenta de que también podía experimentar desesperación.


Cuando comenzó a escribir las que decidió que serían sus últimas palabras le asaltó la duda de si después, llegado el momento tendría la determinación suficiente para dar un último paso...

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