Con la vida al hombro
La vida es un traspié detrás de otro.
Jorge iba pensando que hay traspiés sin importancia; pequeñas caídas, de las que uno se levanta; y golpes que te destrozan.
Aún no había llegado a comprender la cronología de su historia, le resultaba complicado relacionar sucesos y encontrar una explicación congruente o alguna concatenación de razones; causas y efectos; qué había hecho mal para tener que verse en aquella situación.
Cabizbajo, con la autoestima rayando el suelo caminaba haciendo una ronda ya habitual en su rutina. Observaba a la gente preguntándose si alguno llegaría a hacerse una idea de lo efímero que es todo, y se estremecía ante la certidumbre de que cualquiera de ellos podría acabar de bruces contra el cemento de las frías aceras madrileñas en un abrir y cerrar de ojos; como en un mal sueño del que, en este caso, no había mañana en la que despertar.
En una mochila cargaba sus pertenencias; su hombro como sustento de todo aquello que le quedaba, pocas posesiones y muchos recuerdos por los que derramar lágrimas de añoranza. No tenía que remontarse mucho en el pasado para verse como una persona que luchaba por sus sueños, como todos, manteniendo un estatus que se había ganado a base de esfuerzo, sonriendo por las mañanas con los ánimos renovados para afrontar un día más, duro, pero recompensado.
¿Cómo? era la pregunta a la que recurría su cansada mente cuando se veía invadido por la desesperanza. Una y otra vez se martirizaba dando vueltas a una realidad en la que no podía retroceder para cambiarla, sin saber siquiera qué habría podido cambiar.
En un bolsillo de su pantalón, el único enlace que aún le relacionaba con el mundo emitía leves pitidos. Era su móvil que se quedaba sin batería. En la agenda guardaba el número de teléfono de las pocas personas con las que aún mantenía cierto contacto; amigos que una vez le dieron cobijo y comida; gente en cuya vida ya sólo había hueco para interesarse de vez en cuando por su estado, que le ayudaban en la medida de lo posible pero poco más podían hacer.
Le tocaba pues buscar algún bar en el que pedir el favor de usar un enchufe durante unos minutos para no dejar que se agotase esa pequeña prueba de que una vez se sintió parte de la sociedad, su particular via crucis, como una losa sobre la que soportar el peso de una casa, un coche e incluso una novia que también habían quedado atrás, en el mismo lugar en que quedó gran parte de su dignidad.
El monstruo temible que amenza las conciencias y la tranquilidad de tantas personas se cebó esta vez con él, quitándole primero un trabajo que suponía el pilar básico de su sustento, para continuar arrebatándole la casa que ya no podía seguir pagando; quedando en la calle con una gran bolsa en la que guardar sus objetos, los cuales tuvo que ir vendiendo hasta acabar finalmente con su pequeña mochila al hombro, con lo básico para mantener un mínimo de aseo y dignidad.
Tampoco duró mucho más su relación, porque el propio orgullo no le dejó permitir que la persona que estaba junto a él lo viese en el precario estado en que se encontraba; y ese mismo orgullo le impidió recibir ayuda en más de una ocasión, empeñado en que podría valerse por sí mismo y desistiendo después lentamente a las fuerzas que le quedaban y a la ilusión de un futuro mejor.
La calle te atrapa y te hace prisionero para no dejarte marchar nunca más.
Cada tanto se sentaba en algún banco de cualquier jardín para observar con una triste sonrisa la inocencia de los niños que jugaban contentos, ajenos al mundo exterior, lo que una vez pudo sentir él mismo; y cuando pensaba en su infancia no podía evitar derramar lágrimas de nostalgia preguntándose por qué a veces la realidad es así; por qué no guardar para siempre esa inocencia que nos hace felices.
Vagabundeaba durante el día en busca de un lugar seguro para pasar la noche, y poco a poco iba aprendiendo a dormir con un ojo abierto, preparado para echar a correr en cualquier momento huyendo de los que no comprenden que no es placer ni elección vivir bajo el inclemente cielo. Y cada día se hacía más difícil que su situación cambiase porque todo el tiempo del mundo es poco cuando tienes que sobrevivir con lo puesto.
Jorge fue olvidando incluso quién era, renunciando a toda lucha primero, y a la esperanza después. Tuvo que convivir con su presente con tanta intensidad que quedaron borradas las huellas del pasado, y su futuro inmediato no era más que una prolongación complicada de ese presente que ya había dejado de dolerle porque sus pisadas sobre el asfalto hicieron callo, caminando con una mochila harapienta, casi vacía ya, y un trastero por memoria.
Jorge iba pensando que hay traspiés sin importancia; pequeñas caídas, de las que uno se levanta; y golpes que te destrozan.
Aún no había llegado a comprender la cronología de su historia, le resultaba complicado relacionar sucesos y encontrar una explicación congruente o alguna concatenación de razones; causas y efectos; qué había hecho mal para tener que verse en aquella situación.
Cabizbajo, con la autoestima rayando el suelo caminaba haciendo una ronda ya habitual en su rutina. Observaba a la gente preguntándose si alguno llegaría a hacerse una idea de lo efímero que es todo, y se estremecía ante la certidumbre de que cualquiera de ellos podría acabar de bruces contra el cemento de las frías aceras madrileñas en un abrir y cerrar de ojos; como en un mal sueño del que, en este caso, no había mañana en la que despertar.
En una mochila cargaba sus pertenencias; su hombro como sustento de todo aquello que le quedaba, pocas posesiones y muchos recuerdos por los que derramar lágrimas de añoranza. No tenía que remontarse mucho en el pasado para verse como una persona que luchaba por sus sueños, como todos, manteniendo un estatus que se había ganado a base de esfuerzo, sonriendo por las mañanas con los ánimos renovados para afrontar un día más, duro, pero recompensado.
¿Cómo? era la pregunta a la que recurría su cansada mente cuando se veía invadido por la desesperanza. Una y otra vez se martirizaba dando vueltas a una realidad en la que no podía retroceder para cambiarla, sin saber siquiera qué habría podido cambiar.
En un bolsillo de su pantalón, el único enlace que aún le relacionaba con el mundo emitía leves pitidos. Era su móvil que se quedaba sin batería. En la agenda guardaba el número de teléfono de las pocas personas con las que aún mantenía cierto contacto; amigos que una vez le dieron cobijo y comida; gente en cuya vida ya sólo había hueco para interesarse de vez en cuando por su estado, que le ayudaban en la medida de lo posible pero poco más podían hacer.
Le tocaba pues buscar algún bar en el que pedir el favor de usar un enchufe durante unos minutos para no dejar que se agotase esa pequeña prueba de que una vez se sintió parte de la sociedad, su particular via crucis, como una losa sobre la que soportar el peso de una casa, un coche e incluso una novia que también habían quedado atrás, en el mismo lugar en que quedó gran parte de su dignidad.
El monstruo temible que amenza las conciencias y la tranquilidad de tantas personas se cebó esta vez con él, quitándole primero un trabajo que suponía el pilar básico de su sustento, para continuar arrebatándole la casa que ya no podía seguir pagando; quedando en la calle con una gran bolsa en la que guardar sus objetos, los cuales tuvo que ir vendiendo hasta acabar finalmente con su pequeña mochila al hombro, con lo básico para mantener un mínimo de aseo y dignidad.
Tampoco duró mucho más su relación, porque el propio orgullo no le dejó permitir que la persona que estaba junto a él lo viese en el precario estado en que se encontraba; y ese mismo orgullo le impidió recibir ayuda en más de una ocasión, empeñado en que podría valerse por sí mismo y desistiendo después lentamente a las fuerzas que le quedaban y a la ilusión de un futuro mejor.
La calle te atrapa y te hace prisionero para no dejarte marchar nunca más.
Cada tanto se sentaba en algún banco de cualquier jardín para observar con una triste sonrisa la inocencia de los niños que jugaban contentos, ajenos al mundo exterior, lo que una vez pudo sentir él mismo; y cuando pensaba en su infancia no podía evitar derramar lágrimas de nostalgia preguntándose por qué a veces la realidad es así; por qué no guardar para siempre esa inocencia que nos hace felices.
Vagabundeaba durante el día en busca de un lugar seguro para pasar la noche, y poco a poco iba aprendiendo a dormir con un ojo abierto, preparado para echar a correr en cualquier momento huyendo de los que no comprenden que no es placer ni elección vivir bajo el inclemente cielo. Y cada día se hacía más difícil que su situación cambiase porque todo el tiempo del mundo es poco cuando tienes que sobrevivir con lo puesto.
Jorge fue olvidando incluso quién era, renunciando a toda lucha primero, y a la esperanza después. Tuvo que convivir con su presente con tanta intensidad que quedaron borradas las huellas del pasado, y su futuro inmediato no era más que una prolongación complicada de ese presente que ya había dejado de dolerle porque sus pisadas sobre el asfalto hicieron callo, caminando con una mochila harapienta, casi vacía ya, y un trastero por memoria.
Comentarios
Saludos.
La cuestión radica en como salir adelante a pesar de tantos fracasos.
Saludos.
Buen post.
Siempre hay que tirar hacia delante y no darle muchas vueltas al coco.