Gris

Cuando abrió los ojos sintió penetrar en su piel dolorida las punzadas implacables de toda la soledad del mundo, que vagaba libre ocupando el espacio que había descuidado el ser humano y se aprovechaba de las debilidades de todo aquel que decidía dejarse abrazar por sus tentáculos. 
Ya no había vuelta atrás, había caído por contagio; formaba parte de la larga fila de fichas de dominó que se fueron alineando voluntariamente para recibir el empujón final.

Era abrumador; todo su interior se llenó en un instante de soledad y se sintió tan abatido que perdió cualquier atisbo de ilusión. La transición de un estado a otro fue extremadamente dura; saberse de repente un individuo aislado, vacío; era como caer en un abismo insondable hacia algo indeterminado.

Todos al final acababan pasando por lo mismo; se había convertido en una pandemia imparable. La progresión fue geométrica desde que el egoísmo y la desidia fueron enraizando poco a poco  en la mente de las personas, y ellos no hicieron nada por evitarlo.
Hacía mucho tiempo que el ámbito de las preocupaciones de cada uno se había ido reduciendo, hasta quedar en un radio tan pequeño que apenas abarcaba el espacio de cada cual; no iba más lejos que el propio Ego, y a veces olvidaban hasta eso.

Cada pensamiento mínimamente esperanzador se desvaneció; murió. Las gotas de vida le fueron resbalando por la piel; las sentía escaparse, fluir sin oposición hacia el suelo, donde iban cayendo para desaparecer. Tampoco hizo nada por detener la hemorragia porque había perdido las ganas. Lo sentía por todo su cuerpo. Sus ojos se inundaron; las lágrimas se instalaron ahí para no marcharse.

La soledad siempre trae consigo a la tristeza; una y otra juntas; la primera te susurra constantemente al oído que a partir de ahora caminas solo, la otra te ata las manos y los pies, para hacer que ni siquiera puedas caminar.
Varado, como la madera astillada de un barco en una orilla solitaria esperando pudrirse y acabar siendo arrastrado por las olas. Sin expectativas para un futuro; anclado a unos recuerdos incoloros.

Miró a su alrededor y no vio resquicio alguno de vida; todo se había tornado de un gris yermo, árido y desesperanzador. Se preguntó si ya sólo podría contemplar ese horizonte. Trató de recordar cómo era todo antes; y de pronto se preguntó si alguna vez existió ese antes. La existencia misma había perdido nitidez; no era capaz de discernir entre las distintas tonalidades de una emoción, como el grisáceo paisaje que se extendía por su interior.

Se movían solos, como autómatas; la sonrisa dejó de existir y perdió su significado; el optimismo se olvidó; cualquier sentimiento positivo se había diluido con las gotas de la esperanza que caía en la tierra y la alimentaba de aquel tono monocromo que había adquirido la realidad.

Con cada movimiento por el vacío de su interior sentía los pinchazos de la soledad; con el peso de la aflicción caminaba lento, sin levantar la vista más allá del gastado suelo que tenía delante, desganado de sentir, de querer, de anhelar; sin ser capaz de experimentar siquiera apego por la propia vida.

Las nubes cubrían el sol desde donde alcanzaba la vista, esa sería ahora su visión del horizonte; nubes oscuras y densas que ocultaban cualquier brizna de luz; no había contrastes, solo sombras; las flores cabizbajas se resignaban a volver a la tierra nada más brotar. No había donde ir ni qué ver porque todo se veía igual tras el velo de la soledad.

La resignación fue la consecuencia inmediata, sin perspectivas ni ambiciones se fue consumiendo la esencia de sus ilusiones desaparecidas.
Era el castigo autoimpuesto por su propia vanidad. Tratando de encontrar la felicidad absoluta en lo material olvidaron las pequeñas alegrías de lo intangible.

Buscaron los colores más vivos en las flores y no tuvieron en cuenta que éstas se alimentaban por las raíces.
Vivieron sin llegar a sentir el presente porque tenían la vista siempre puesta en un futuro más estable y feliz, y acabaron lamentándose por su pasado.

Volvió a cerrar los ojos y con el último resquicio de esperanza imaginó volver a abrirlos en algún lugar distinto donde no hubiese vacío y soledad, pero no consiguió recordar algo distinto de aquella negrura desesperanzadora. Habían caído todas las fichas. No quedaba ya nadie por quien sentir, con quien compartir, ni siquiera a quien mirar por primera o por última vez para saber si aún podían apreciarse los tonos y acordes musicales de una emoción.

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