Desquitar(nos) - Parte II

Desquitar(nos) - Parte I


Su sentido del olfato se sumergió en el aroma del café caliente y humeante que había sobre la mesa, aún sin tocar.
Sentados, uno frente al otro se miraban tímidos, sonrientes, cohibidos por la realidad de su presencia física; incrédulos aún por estar ahí mirándose por fin, aunque solo fuese eso, mirarse a los ojos. El mundo alrededor había dejado de existir, y ellos se habían convertido en dos maniquís que formaban parte del decorado de una escena que hasta ese momento solo había existido en su imaginación; unas breves pinceladas en las que permanecían observándose mutuamente sin necesidad de hablar porque se lo habían dicho todo ya.

Sólo ellos conocían su situación; sólo ellos sabían de las vicisitudes del tiempo y sus propias tribulaciones.

Hay veces en que la realidad se escribe con las mismas palabras con que una vez se narró una fantasía, y ocurre que durante un instante se confunde una con otra. Se miraban, sonreían, trataban de articular alguna expresión para salir del aturdimiento inicial; recordaban el instante, minutos antes, en que sus ojos se cruzaron por primera vez y algo indescriptible atravesó todo su cuerpo; pensaban en esos dos besos tímidos, el contacto suave y cálido de la piel del otro; el olor de cada uno, que después quedaría grabado en la memoria; el abrazo tantas veces prometido, firme, silencioso, respiración contenida y la eternidad por delante sin querer soltarse.
Siempre fueron un asunto no resuelto.

Sus mentes se habían sincronizado con esos pensamientos mientras se miraban sonriendo sobre el humo del café.
¿Palabras? No eran necesarias, no en aquel primer momento; sin embargo surgían a borbotones. Del tácito pacto de silencio inicial pasaron a la incontinencia verbal que siempre habían padecido entre ellos. Rota la barrera de la timidez se disparaban, a dar, las confianzas con que se sentían cómodos.
Cada una de las fases por las que ya habían pasado fue una prueba de incertidumbre, y también de miedo. Superada una, afrontaban la siguiente con más deseo y lo que según ellos, entre bromas, era un nuevo síndrome de abstinencia.

Sabedores sólo ellos de sus ganas y sus ansias decidieron quedar en un sitio neutral; café y un rato de charla; roto el hielo, nueva prueba superada y cada uno para casa a pasar el mono, que iban mitigando con palabras de sosiego en la distancia. Ese era al plan.

Pero no contaban con la fuerza de sus propias ganas.

Ante ellos una mesa redonda, pequeña pero enorme a su parecer; una barrera invisible que les impedía lanzarse hacia el otro y saciar todas las ansias prohibidas que llevaban guardando. Los dos sentados con sus delirios de frente en mitad de la cafetería, se sentían indefensos, solos, objetivo de miradas, nerviosos. La vulnerabilidad de una primera vez; la incertidumbre del qué pasará. Necesitaban sentirse seguros, a salvo de sus miedos.

Primero uno de ellos acercó una mano al centro de la mesa entre las tazas de café con los posos ya resecos; una mano que buscaba contacto, y lo encontró. Se tocaron casi sin darse cuenta; un leve roce mientras continuaban hablando y riendo. Poco a poco los dedos se fueron enlazando, jugueteando. Finalmente la caricia suave de un dedo pulgar sobre los nudillos del otro acabó con el jugueteo; y se palparon la necesidad latente de tenerse; de acercarse. Una necesidad adormecida por la distancia, pero alimentada con el tiempo.
Se dieron cuenta de que querían permanecer así, sintiendo el placer que debe sentir un adicto después de conseguir su dosis; y que pensar en cualquier otra situación les producía desasosiego.

Cuando el minutero de sus relojes había dado varias vueltas decidieron sin hablar que no separarían sus manos; las entrelazaron y caminaron hasta el aparcamiento donde, también sin hablar, él la guió hasta su coche; ella se dejó llevar.

No dijeron nada; esa situación había escapado a sus cavilaciones. Condujo el coche a través de las calles solitarias ya, y sus manos se volvían a buscar, se tocaban suavemente, se acariciaban.
En sus interiores había un volcán en erupción. Él sintió un ligero temblor al tocar la mano de ella; la agarró con fuerza para transmitirle seguridad y se dio cuenta de que él mismo temblaba. En silencio se miraban de reojo, sonreían. Corazones desbocados; manos inquietas.
Ninguno de los dos quería hablar para no decirse lo que anhelaban; por miedo a estropear el momento.

Durante el trayecto fueron aplacando el monstruo interior, y la emoción contuvo a los miedos e incertidumbres, arrinconándolos en lo más hondo. Él conducía despacio; la impaciencia quería empujar su pie contra el acelerador, pero sabía que tal vez no volvería a disfrutar de aquel momento, la quietud y serenidad que respiraba, en contacto con la mano de ella que lo agarraba fuertemente para dejar claro que no quería separarse ya de él.
Cada segundo desde el primer instante se marcó en la mente de ambos con una muesca imborrable. Volvió a pasar el dedo por los nudillos de ella, dibujándolos lentamente una y otra vez tratando de pensar qué decir para no revelar su inquietud y transmitir calma.

Ella no sabía donde iban, sin embargo confiaba; en aquel momento hubiese ido al fin del mundo con él.

Detuvo el coche; habían llegado.
Volvieron a entrelazar los dedos para agarrarse la mano, más fuerte esta vez; se giraron para mirarse, se acercaron ligeramente y la presa que les contenía reventó desbordando todas las ganas que se tenían. No pudieron, ni quisieron contener lo que ambos sabían que acabaría por doblegarles. Se lanzaron, labios contra labios en un beso al principio ansioso y torpe; después sereno, paciente y lleno de cariño. Se dijeron por primera vez en susurros todas las expresiones que habían callado antes, se fueron vaciando juntos las ansias todo lo pegados que les permitía la situación y el lugar, con besos intensos, caricias y bocados. Se comieron y se bebieron cada milímetro de sus caras, cuellos y manos, recreándose en la satisfacción de tenerse por fin.
El tiempo trancurría frenético a su alrededor, envolviéndolos dentro de su propia burbuja de ansia voraz. La saciedad perdió todo significado mientras el calor se iba transmitiendo entre sus labios humedecidos de saliva compartida, saboreándose como quien prueba por primera vez el sabor más dulce del mundo. Sabedores de que esta nueva adicción les dejaría enganchados para siempre.
Aplacaban la angustia de pensar que el reloj continuaba su imparable avance con más besos, reprochándose mutuamente entre susurros haber estado tanto sin desquitarse.

Tantas veces pensada la imposibilidad de aquella realidad había reforzado las fantasías y sueños de hacerlo posible.
Tanto miedo a perder les había hecho finalmente perder miles de momentos como aquel. Nunca es tarde, se repetían como consuelo.

Cuando hubo pasado el terremoto inicial, él abrió la puerta del coche y salió mientras ella lo miraba nerviosa.
Ven.

Solo una voluntad, la de continuar esa fantasía que ya por fin estaba siendo real, de hacerla perenne en sus cabezas.

Ella bajó del coche y se dejó guiar ciegamente, sin pensar más que en aquel momento que la hacía temblar; él no vacilaba pero seguía temblando también.

Llegaron a la puerta, introdujo la llave, abrió y la dejó pasar primero, no por cortesía sino por un miedo oculto a que se arrepintiese; la abrazó por la espalda cuando ésta se cerró tras ambos y permanecieron así durante un largo rato, la piel erizada y una determinación inamovible.

Más tarde, cuando la observaba desnuda en su cama, tendida de lado mirándolo pensó que esas cosas solo pasan en los relatos, y se convenció de que ni el relato mejor narrado podría acercarse siquiera a la preciosa realidad que tenía delante...


Desquitar(nos) - Parte III

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