Bajo la lluvia de medianoche

La ciudad dormía bajo un cielo plomizo cuando ella decidió salir. 
No tenía un rumbo fijo, solo las ganas de caminar y sentir el aire cargado de humedad acariciándole la piel… y también de experimentar algo más. 
Algo que esperaba encontrar a mitad de camino.

Sus tacones resonaban sobre el asfalto mojado, rompiendo el silencio con cada paso firme. El vestido negro que había elegido para esa noche, ceñido y atrevido, se pegaba a su cuerpo como una confesión descarada. 
La lluvia fina empezaba a caer, pero no le importaba.

Había pasado semanas debatiéndose entre la cordura y el deseo. Entre el "no debo" y el "no puedo resistirme". Y esa noche, después de algunas copas de vino y demasiadas noches solitarias, la balanza había caído del lado del placer. 

Lo había conocido en un café, tiempo atrás, en una de esas tardes en las que el mundo parece encogerse y la mirada de un desconocido se siente como un choque eléctrico. Él estaba al otro lado del salón, leyendo algo con aire distraído, pero sus ojos la habían seguido desde que entró.

El murmullo en la cafetería formaba un telón de fondo discreto mientras ella se acomodaba en la mesa junto a la ventana. En aquel momento no estaba buscando compañía, pero sintió la quemazón de una mirada fija antes de alzar los ojos. 
Lo encontró al otro lado del local, apoyado con aire despreocupado contra la barra, y su atención estaba claramente clavada en ella. No fue un vistazo casual, ni un error; fue un reconocimiento, una declaración silenciosa. Él sostenía una taza de café como si fuera un accesorio más, pero su cuerpo transmitía una tensión latente, una vibración contenida que a ella le hizo estremecerse, aunque no sabía si por el calor o por algo mucho más peligroso.

Se mordió el labio sin darse cuenta, jugando con el borde de la taza mientras fingía leer en el móvil. Sentía la electricidad recorriéndole la piel, ese cosquilleo que precede al descontrol. Y entonces, como si el aire hubiera cambiado de densidad, lo vio moverse. 
Su paso era lento, deliberado, como un depredador que mide la distancia con su presa antes de atacar. Ella apartó el móvil y levantó la vista justo cuando él llegó a su mesa. Su sonrisa era una mezcla letal de confianza y peligro.

-Te gusta espiar -le dijo ella cuando él finalmente se acercó.

-Me gusta admirar lo que no puedo tocar -respondió él.

Ella había sonreído. Le gustaban Ios hombres que sabían jugar, y ese parecía tener las cartas marcadas desde el principio.
 
Así empezaron las conversaciones furtivas, los mensajes robados entre horas de rutina, las miradas ardientes en cada encuentro casual, o no tan casual, en la cafetería.

Todo parecía moverse en cámara lenta, estirando la tensión, momento a momento hasta límites insoportables.

Y ahora estaba allí, bajo la lluvia, caminando hacia él como quien se entrega al filo de un cuchillo, consciente del corte pero incapaz de detenerse.

Habían quedado de manera ambigua. "Nos vemos cuando lo necesitemos", le había dicho él, y esa noche ella lo necesitaba más que al aire para respirar. Él también a ella. Un mensaje… la piel erizada…
Nervios.
Expectativa.
Curiosidad.
Morbo.
Excitación.
Ganas.

Caminó por el puente mientras la tormenta se desataba sobre la ciudad. El agua resbalaba por sus piernas desnudas, haciéndola estremecer no de frío, sino por la expectativa. Su mente ya jugaba con imágenes prohibidas: sus manos apretándola contra una pared, sus labios recorriéndola sin prisa, el sonido ahogado de los gemidos entre susurros, cuerpos entrelazados. Su imaginación era pura descarga eléctrica.

Lo vio allí, apoyado contra la barandilla del puente, con la chaqueta abierta y la camisa entreabierta mostrando un destello de piel. Su cabello oscuro estaba mojado y caía en mechones sobre la frente. Sonreía, esa sonrisa lenta y confiada que ella había aprendido a reconocer como el preludio del desastre. Aunque eso aún no había ocurrido. Aún…
Llovía fuera y dentro de ella. Caminaba sintiendo el leve chapoteo bajo sus pies.

-Creí que no vendrías -dijo él, con voz ronca. 

-Sabías que vendría -respondió ella, deteniéndose a un paso de distancia. 

Hubo un instante de tensión, un paréntesis suspendido en el tiempo mientras la lluvia caía a su alrededor. Ella pudo sentir cómo la mirada de él descendía por su cuerpo, registrando cada curva humedecida por el agua. La piel brillaba, reflejando los colores ambarinos de las farolas. Tersa y apetecible.
Su respiración se volvió más pesada, casi palpable.

-Estás preciosa -susurró él, y ese fue el inicio del incendio.

Se acercó despacio, como si temiera espantarla, pero ella no se movió. Quería sentirlo cerca, probar la temperatura de su piel bajo la lluvia. 
Cuando él la tomó por la cintura, su cuerpo respondió como si lo hubiera estado esperando desde siempre.

La atrajo contra sí, y ella sintió la dureza de sus músculos contra su vientre. Cerró los ojos y aspiró el olor de su colonia mezclado con la humedad de la noche. 
Su corazón latía tan fuerte que podía escucharlo. Sentirlo. Contar cada latido.

Se miraron. Se estudiaron. Dibujaron en su mente el mapa de sus poros desnudos y erizados, el recorrido de sus manos por la piel desnuda y mojada del otro. 

El silencio entre ellos era una declaración de intenciones. Una tensión latente y exquisita. Un momento eterno antes de atreverse a romper la barrera de sus prejuicios.

-¿Me vas a besar? -susurró ella…

 Y él obedeció. 

Fue un beso lento al principio, explorador. Sus labios se movieron con precisión, marcando el ritmo antes de que ella abriera la boca y lo invitara a perderse en ella. 
Las manos de él descendieron por su espalda, recorriéndola suavemente al principio.

La lluvia se volvió un eco lejano mientras sus lenguas se entrelazaban y los dedos exploraban sin restricciones. 
Cada roce parecía encender un punto nuevo en su piel, y el calor que se acumulaba entre ambos estaba a punto de explotar.

-Aquí no... -susurró ella, pero las manos de él ya estaban deslizándose bajo la tela mojada de su vestido.

Cada caricia, cada beso y cada jadeo tenía un peso añadido: el peso de la anticipación, de las semanas de espera, de las fantasías que se desmoronaban en ese momento para convertirse en carne y piel.
Era la culminación de todo lo que habían evitado decir en palabras, pero que sus cuerpos estaban ansiosos por gritar. Y bajo la tormenta, en medio de una ciudad dormida, dos almas se encontraron para perderse en el fuego de un deseo que ya no podía ser contenido.

La lluvia continuó cayendo sobre el puente, y sobre ellos, bajo la luz difusa de las farolas. Las gotas repiqueteaban contra el metal y salpicaban el asfalto, pero apenas lo notaron. 
El vestido negro, empapado, se pegaba a cada curva de su cuerpo como una segunda piel. El cabello húmedo se adhería a sus mejillas, y el agua resbalaba por su cuello hasta perderse en el escote pronunciado. Era un espectáculo en movimiento, un poema que se escribía con cada segundo que pasaba.

-¿Te parece romántico? -preguntó.

-Creo que estoy empezando a encontrarlo irresistible.

Sin previo aviso, ella se acercó hasta quedar a un suspiro de distancia. 
Él sintió el calor de su aliento mezclándose con el frío de la noche y, en ese instante, algo se quebró. 
Continuaron con otro beso húmedo, profundo, desesperado.

Se buscaron con avidez, probándose sin restricciones como si hubieran esperado años para ese momento. Sus manos se deslizaron de nuevo por la espalda de ella, subiendo y bajando con ansiosa devoción, sintiendo el contorno de su cintura y la curva perfecta de sus caderas.

Ella gimió suavemente contra su boca, y ese sonido hizo que algo en él se incendiara. El fuego que desprendía su interior lo hizo estremecerse.
La levantó de un movimiento, sentándola sobre el borde del puente. Las piernas de ella se abrieron instintivamente, envolviéndolo, aprisionándolo entre sus muslos mojados. 

-Aquí no... -susurró de nuevo, pero sus manos ya habían desabrochado los botones de su camisa, dejando al descubierto su pecho húmedo y marcado por la lluvia. 

-Aquí sí -respondió él, acariciando el borde del vestido para levantarlo más allá de sus muslos.

Las luces de los coches al fondo parecían estar a años luz de distancia. El mundo se redujo a caricias desesperadas, a jadeos contenidos por la necesidad de no ser descubiertos y el morbo de lo prohibido. 
Sus labios recorrieron el cuello de ella, bajaron por su clavícula y encontraron el borde de la tela empapada que cubría sus senos.

Tiró suavemente, liberándolos de la opresión del sujetador. 
Sus labios encontraron la piel erizada y la mordieron con dulzura. Ella arqueó la espalda, ofreciendo más, deseando más, pidiendo más. 

-Dios mío -susurró entrecortada, aferrándose a su cabello con dedos temblorosos. 

Él deslizó una mano por el interior de su muslo, sintiendo el calor palpitante que latía entre sus piernas. 
Acarició el borde de la ropa interior húmeda, jugando con los límites antes de adentrarse más allá.

Ella tembló, y la fricción de sus caderas comenzó a buscarlo de manera más urgente. 

-No aguanto más... -dijo ella. 
Sonrió contra su piel, deslizando la prenda mojada hacia un lado.

-Entonces no lo hagas.

Con un movimiento preciso, se posicionó para reclamarla, y cuando finalmente la sintió abrirse para recibirlo, el placer fue tan intenso que ambos quedaron paralizados por un instante.

La lluvia continuaba cayendo, pero ya no sentían frío. Se movieron juntos, lentamente al principio, disfrutando de cada movimiento como si fuera un latido compartido. Ella se aferró a sus hombros y enterró la cara en su cuello, jadeando palabras incoherentes mientras el ritmo aumentaba.

-No pares -pidió ella, moviéndose al compás de él, encontrando un equilibrio perfecto entre ternura y hambre.
-No pares -repitió con voz entrecortada.

Sus cuerpos temblaban, empapados y entregados a una danza salvaje bajo la lluvia.
Las manos se agarraban con fuerza para acercar sus cuerpos y sentirse. Sus alientos se mezclaban con el vaho húmedo que desprendían sus bocas ardiendo.

La fricción entre ellos creció, y un jadeo escapó de su garganta, resonando en la noche como un grito de liberación.

Cada embestida era una explosión de sensaciones que reverberaban en lo más profundo de ambos. 
Ella lo aferró con fuerza, sus gemidos perdiéndose en la tormenta, su cuerpo moviéndose con él en un ritmo frenético que los llevaba al borde del abismo.

La humedad de la lluvia y de sus cuerpos entrelazados se mezclaba en una danza perfecta, intensificando cada sensación, cada roce. 
Ella dejó escapar un gemido largo y desgarrador mientras su cuerpo se tensaba y temblaba, entregándose por completo a ese instante de puro éxtasis. 
Él la siguió, perdiéndose en el caos de sensaciones que se desbordaron entre ellos como un río descontrolado.

Los jadeos ya no eran simples susurros, sino la expresión descontrolada de sus impulsos, de cada embestida sobre el puente, de cada movimiento de cadera, hasta que se convirtieron en gemidos sin inhibición.

Sentían la ficción que nacía desde el centro de sus caderas recorrer su sistema nervioso con una corriente eléctrica que les hizo temblar. Vibraron con el frenetismo de la prisa y el morbo.

El clímax llegó en oleadas, robándoles el aliento mientras se aferraban el uno al otro como si fueran a deshacerse en el aire. 

Cuando finalmente se separaron, él la tomó de la mano y la ayudó a bajar de la baranda. Ella temblaba, pero no de frío. Le temblaban las piernas y todo su interior. 
Sus ojos brillaban en la penumbra como brasas encendidas.

Sus cuerpos seguían vibrando con las últimas réplicas de un terremoto que los había arrastrado hasta el abismo y los había devuelto enteros, pero cambiados. No hicieron falta palabras; el silencio entre ellos estaba cargado de significado, como un pacto tácito de que nada volvería a ser igual.

Él deslizó los dedos por su espalda, recorriendo la curva de su columna como si quisiera memorizar cada vértebra. 
Su corazón latía con fuerza aún. La besó en la frente, cerrando los ojos por un momento, saboreando la tranquilidad después de la tormenta. 
Ella sonrió, dejando que la calma la envolviera y sintiendo aún la lluvia caer, sabiendo que ese instante se quedaría anclado en su memoria como un refugio al que siempre podría regresar, incluso cuando la vida volviera a reclamar su tiempo.

-¿Qué hacemos ahora? -preguntó ella, con una sonrisa traviesa.

Él la envolvió en la chaqueta que había caído al suelo y la besó en la frente. 

-Seguir buscando rincones donde el mundo no exista.

Y con esa promesa silenciosa, caminaron bajo la lluvia hacia la noche interminable.

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