De luces y colores
Cada paso significaba aventurarse en un mundo desconocido; disfrazado de oscuridad; escondido a su mente inquieta y ávida por descubrir lo que encerraba bajo aquel manto de tez negra.
Las notas se iban deslizando suavemente a través del aire y penetraban en sus oídos, formando en su mente imágenes caleidoscópicas llenas de colorido. Sonidos bailando a su alrededor la danza trivial y cotidiana de las calles por donde caminaba.
Aspiraba el aroma de cada vida; jugando a adivinar existencias a través del perfume que perseguía los pasos firmes, inquietos o vacilantes de las personas que pasaban junto a ella. Y lo imaginaba como un adorno que acompañaba a sus auras.
Nadia conocía la palpable belleza de sus amigas porque sus manos sabían mirar más allá de la oscuridad, formando la silueta de cada milímetro de la piel que dibujaba, frente a frente, conteniendo la respiración y dirigiendo los ojos hacia un vacío con el que estaba condenada a vivir; angustioso cuando estaba sola con sus pensamientos, tratando de convertir en luz todo aquel mundo en el que sólo había sombra.
Las moldeaba lentamente con los dedos, adivinando los cambios producidos por el implacable desgaste del tiempo en sus rostros, más allá incluso de la propia imagen devuelta por el espejo.
Había sido castigada a la pena de tener que recordar el color del amanecer, las tonalidades ambarinas del ocaso, o el brillo de ojos que acompaña a una sonrisa. Pero siempre evocaba la tristeza de aquellos tiempos mejores con la alegría de otra sonrisa, la suya; tenaz, esperanzada y esperanzadora; contagiando esplendor allá donde ella no podía mirar; repartiendo la vida que sus ojos habían dejado atrás.
Nadia sabía ver donde nadie llegaba porque había atravesado las barreras simples y superficiales de la sociedad; del materialismo con que nos han enseñado a mirar sin ver, o ver sin valorar. Observaba con los cuatro sentidos que tenía y se preguntaba si alguna vez recuperaría el don más preciado, para poder apreciar el color de los matices que hasta ahora quedaban limitados a su imaginación.
Caminaba siempre guiada, sonriente, y le bastaban sencillas descripciones para contentarse y reir con pequeños detalles; los regalos de su día a día; amanecer sin ver amanecer, pero sentirlo; respirar el hálito del mar y oir las olas; o amar con sólo tocar.
Ella no oía música, la escuchaba; la sentía palpitar en su interior y cosquillear en su piel. No tocaba las cosas, las acariciaba, penetrando en cada átomo de la superficie de todo aquello que palpaba; apresándolo como un obturador que trabajaba sin descanso haciendo fotografías para su memoria.
Entendía las exquisiteces que paladeaban sus papilas gustativas, enviando millones de impulsos nerviosos a cada extremo de su cuerpo, dotando de sabor y olor los momentos con los que posteriormente identificaba sucesos de su vida, y los escribía en su particular diario, escrito a luz y sombra sobre hojas blancas implutas y caligrafía de niña pequeña... la que identificaba como suya hasta el momento de quedarse sin su más anhelado tesoro.
Nadia veía mucho mejor que quienes podían ver, porque valoraba.
Nadia se había dado cuenta de que no existe la plenitud absoluta, y sabía que podía conformarse con su forjada felicidad relativa.
Las notas se iban deslizando suavemente a través del aire y penetraban en sus oídos, formando en su mente imágenes caleidoscópicas llenas de colorido. Sonidos bailando a su alrededor la danza trivial y cotidiana de las calles por donde caminaba.
Aspiraba el aroma de cada vida; jugando a adivinar existencias a través del perfume que perseguía los pasos firmes, inquietos o vacilantes de las personas que pasaban junto a ella. Y lo imaginaba como un adorno que acompañaba a sus auras.
Nadia conocía la palpable belleza de sus amigas porque sus manos sabían mirar más allá de la oscuridad, formando la silueta de cada milímetro de la piel que dibujaba, frente a frente, conteniendo la respiración y dirigiendo los ojos hacia un vacío con el que estaba condenada a vivir; angustioso cuando estaba sola con sus pensamientos, tratando de convertir en luz todo aquel mundo en el que sólo había sombra.
Las moldeaba lentamente con los dedos, adivinando los cambios producidos por el implacable desgaste del tiempo en sus rostros, más allá incluso de la propia imagen devuelta por el espejo.
Había sido castigada a la pena de tener que recordar el color del amanecer, las tonalidades ambarinas del ocaso, o el brillo de ojos que acompaña a una sonrisa. Pero siempre evocaba la tristeza de aquellos tiempos mejores con la alegría de otra sonrisa, la suya; tenaz, esperanzada y esperanzadora; contagiando esplendor allá donde ella no podía mirar; repartiendo la vida que sus ojos habían dejado atrás.
Nadia sabía ver donde nadie llegaba porque había atravesado las barreras simples y superficiales de la sociedad; del materialismo con que nos han enseñado a mirar sin ver, o ver sin valorar. Observaba con los cuatro sentidos que tenía y se preguntaba si alguna vez recuperaría el don más preciado, para poder apreciar el color de los matices que hasta ahora quedaban limitados a su imaginación.
Caminaba siempre guiada, sonriente, y le bastaban sencillas descripciones para contentarse y reir con pequeños detalles; los regalos de su día a día; amanecer sin ver amanecer, pero sentirlo; respirar el hálito del mar y oir las olas; o amar con sólo tocar.
Ella no oía música, la escuchaba; la sentía palpitar en su interior y cosquillear en su piel. No tocaba las cosas, las acariciaba, penetrando en cada átomo de la superficie de todo aquello que palpaba; apresándolo como un obturador que trabajaba sin descanso haciendo fotografías para su memoria.
Entendía las exquisiteces que paladeaban sus papilas gustativas, enviando millones de impulsos nerviosos a cada extremo de su cuerpo, dotando de sabor y olor los momentos con los que posteriormente identificaba sucesos de su vida, y los escribía en su particular diario, escrito a luz y sombra sobre hojas blancas implutas y caligrafía de niña pequeña... la que identificaba como suya hasta el momento de quedarse sin su más anhelado tesoro.
Nadia veía mucho mejor que quienes podían ver, porque valoraba.
Nadia se había dado cuenta de que no existe la plenitud absoluta, y sabía que podía conformarse con su forjada felicidad relativa.
Comentarios
me ha encantado....y muchoo!!!
hay que saber valorar los pequeños detalles del dia a dia...
un abrazoooo
Tu protagonista se reconoce incompleta y se conforma con ello, muchos no sabemos cómo hacerlo.
Por desgracia hoy en día ya no esta con nosotros, pero jamás olvidaré la gran lección que me dio aquella noche.
Quizás a vosotros os parezca una tonteria pero a mí me impactó.
Oscar, perdona a esta intrusa que se ha colado en tu colmena.
Besos
Rosa69, no hay nada que perdonar, es bueno reconocer esas cosas, siempre aprendemos de ellas.
Gracias Mixha, ya sabes que aqui tienes tu hueco cuando quieras :)
Un abrazo a todos!!